Una inundación catastrófica en la costa central de California profundizó la crisis de los ya marginados trabajadores agrícolas indígenas
Read this article in English.
PAJARO,óncatastróficaenlacostacentraldeCaliforniaprofundizólacrisisdelosyamarginadostrabajadoresagrícolasindí California— Eran las 12:30 de la mañana del 11 de marzo cuando una cacofonía de sirenas y gritos despertó a Emilio Vásquez y su familia de un sueño profundo. “¡Salgan de sus casas inmediatamente!” aulló a través de un megáfono una voz en español. “¡Se acerca el agua!”
Vásquez y su esposa, ambos inmigrantes mexicanos indígenas indocumentados que hablan mixteco, entendían suficiente español como para levantarse rápidamente de la cama, buscar a sus dos hijos pequeños y salir corriendo a su auto. Se dirigieron hacia el sur, fuera de la ciudad, preguntándose cómo el agua podía poner en peligro su vivienda alquilada en Pájaro. La comunidad de trabajadores agrícolas empobrecida, ubicada en un área no incorporada a unas 95 millas al sur de San Francisco, ayuda a impulsar la industria agrícola de 4 mil millones de dólares del condado de Monterey.
Vásquez, que pidió no usar su nombre real por temor a represalias, no se enteró de lo que había pasado hasta la mañana siguiente. El río Pájaro, que forma la frontera entre Monterey y el condado de Santa Cruz al norte, se había desbordado por una tormenta y había tirado abajo una sección del dique del lado sur que estaba descuidada desde hacía tiempo. Poco después de su construcción en 1949, ya estaba claro que el dique era defectuoso. Falló dos veces en los años cincuenta, lo cual impulsó al Congreso a autorizar millones para repararlo, y luego varias veces en los noventa, cuando una inundación catastrófica mató a dos personas.
We’re hiring!
Please take a look at the new openings in our newsroom.
See jobsEl dique mal mantenido no pudo soportar la corriente de agua, transformada durante el invierno por una serie constante de “ríos atmosféricos” parecidos a los monzones. La brecha cubrió a Pájaro de agua y barro, dejando autos varados y cientos de casas y pequeños negocios dañados y obligando a los aproximadamente 3.000 residentes de la ciudad a evacuar, tal como sucedió casi el mismo día de 1995.
Las inundaciones de marzo afectaron a más de 3.520 hectáreas de tierra agrícola con un valor de 264 millones de dólares, según la Oficina del Comisionado de Agricultura del Condado de Monterey, llevando los daños totales de las tormentas invernales a 600 millones de dólares.
No se sabe cuántos empleos agrícolas se perdieron, al igual que las cosechas.
Los trabajadores ya luchaban por alimentar a sus familias, dado que los campos habían quedado en barbecho durante la sequía extrema de California que duró varios años. Ahora, los efectos del calentamiento global estaban haciendo aún más peligroso el trabajo agrícola, que de por sí se encuentra entre las ocupaciones más riesgosas del país.
El cambio climático está aumentando el riesgo y la magnitud de los incendios forestales, la frecuencia y severidad de las olas de calor, la intensidad de los ríos atmosféricos y la probabilidad de inundaciones desastrosas.
Esto pone en mayor peligro a trabajadores como Vásquez, quienes cobran según la cantidad de cajas de frutas o verduras que cosechan, moviéndose por los campos lo más rápido que pueden aún cuando hay nubes de humo tóxico de incendios forestales cercanos, o altas temperaturas que aumentan su riesgo de sufrir un golpe de calor o morir.
Vásquez, bien afeitado, de físico delgado pero musculoso y pelo lacio negro, mantiene una postura notablemente erguida considerando que ha pasado años encorvado recogiendo bayas. Ahora, ese trabajo agotador le parece lo de menos.
Vásquez y otros trabajadores agrícolas indígenas se encuentran a merced de los desastres naturales sucesivos, saltando de un infierno a otro como personajes en una novela distópica sobre el cambio climático. Pero la inundación puso de relieve el costo devastador que estos desastres cobran en sus vidas y sustentos, sin ningún alivio a la vista.
Los migrantes que fueron desposeídos de sus tierras en las montañas de México por acuerdos de libre comercio hace muchas décadas arriesgaron sus vidas al venir a Estados Unidos a cosechar fresas, ganando unos pocos dólares al día, para finalmente perder todo a causa del cambio climático. No desempeñaron ningún papel en la política económica global ni en la crisis climática, y sin embargo están sufriendo los impactos de ambas. Privados de la posibilidad de ganarse la vida en sus tierras, ahora luchan por sobrevivir a inundaciones, olas de calor e incendios forestales que amenazan sus vidas sin ninguna protección en uno de los países más ricos del mundo. El gobierno federal, que depende de la mano de obra barata de trabajadores indocumentados para mantener bajos los precios de los alimentos, ha hecho muy poco para ayudarlos. Esto dejó a los gobiernos locales y organizaciones sin fines de lucro, que carecen de recursos suficientes, haciendo lo que pueden en un estado que además carga con un déficit presupuestario.
Aproximadamente tres cuartas partes de los cerca de 800.000 trabajadores agrícolas de California, incluyendo la mayoría de los trabajadores agrícolas indígenas como Vásquez, son indocumentados. No tienen acceso a cobertura médica, seguro de desempleo, préstamos u otros recursos a los que los trabajadores autorizados pueden acudir para superar un desastre. La mayoría vive con el temor diario de que los deporten, por lo tanto suelen aceptar bajos sueldos y malas condiciones de trabajo y vivienda para no correr el riesgo de que los echen de sus empleos o del país. Muchos hablan poco inglés o español, lo cual los limita a la hora de comprender alertas de emergencia o acceder a programas de asistencia.
Y el miedo a La Migra, la policía de inmigración, puede provocar paranoia y aislamiento durante una emergencia, cuando las barreras idiomáticas complican las circunstancias, según un estudio preliminar sobre trabajadores agrícolas indígenas.
Aunque los trabajadores agrícolas eran considerados esenciales al comienzo de la pandemia de coronavirus, su estatus migratorio limita gravemente su capacidad de adaptación durante una crisis.
“En este desastre, estamos viendo que los hablantes de lenguas indígenas están siendo afectados de manera desproporcionada y negativa”, dijo Nancy Faulstich, directora ejecutiva de la organización de justicia climática sin fines de lucro Regeneración – Pajaro Valley Climate Action.
“La comunidad no ha tenido el tiempo ni los recursos para defenderse”, dijo. Incluso si lo hicieran, añadió, la mayoría no quiere atraer la atención pública, por temor a represalias por ser indocumentados.
Los desastres impulsados por el cambio climático profundizan el racismo ambiental que dejó desiertos de infraestructura y recursos en comunidades como Pájaro, dijo Michael Méndez, profesor asistente de planificación y políticas urbanas en la Universidad de California, Irvine.
“No debería sorprender a nadie que, cuando llega una tormenta extrema, una ola de calor, un incendio forestal o una sequía, estas comunidades con infraestructuras en ruinas y una larga historia de falta de inversión sean las más afectadas”, dijo Méndez.
Migrar por necesidad, no por elección
Alrededor de 170.000 inmigrantes indígenas viven en California, según el Proyecto de Organización Comunitaria Mixteco/Indígena, y casi la mitad vive en la Costa Central, desde Oxnard, cerca de Los Ángeles, hasta Watsonville, al sur de San Francisco. El noventa y dos por ciento de los residentes de Pájaro son mexicanos y alrededor de un tercio habla poco o nada de inglés, según datos del censo de Estados Unidos. Pero la agencia no cuenta con mucha información sobre las personas que hablan principalmente idiomas indígenas, ni en Pájaro ni en otras zonas.
Vázquez tenía veintitantos años cuando dejó su comunidad mixteca en San Martín Peras en 2017, el mismo año en que Trump, el presidente en ese momento, estaba ampliando medidas para detener y deportar a más inmigrantes indocumentados. La discriminación que Vásquez y su comunidad mixteca enfrentaban en su país debido a su piel oscura y baja estatura los sigue más allá de la frontera. Sin embargo, para Vásquez, un hombre muy reservado que se niega a tomarse fotos para proteger a su familia, esos mismos rasgos sirven para camuflarse entre los indígenas mexicanos expatriados y eludir a las autoridades de inmigración estadounidenses.
El presidente Biden ha tomado medidas para facilitar las vías legales para los migrantes. Pero el temor constante a la detención, la deportación y la separación de familias ha tenido un impacto psicológico profundo en muchos trabajadores indocumentados, cuya desconfianza en las instituciones les impide buscar ayuda. Las experiencias muchas veces traumáticas cruzando la frontera, las barreras lingüísticas persistentes y ahora el cambio climático están exacerbando esos miedos.
Vásquez, cuyo estado de alerta constante parece haber grabado líneas de preocupación permanentes en su frente joven, no quería hablar sobre su estatus migratorio o su travesía para cruzar la frontera. Un hombre amable pero serio, sólo se permitía una sonrisa de vez en cuando, como si reconociera lo absurdo de tener tan poco control sobre su destino. Moviéndose incómodamente en su silla, con su mirada oscura dirigida hacia abajo, dijo solamente que vino directamente a Watsonville y que estaba siguiendo a dos hermanos que viven en el área.
Vásquez y su esposa, que casi siempre dejaba hablar a su marido, abandonaron su ciudad natal porque no había trabajo. “No hay dinero para comprar comida, ni zapatos, ni ropa, básicamente nada de lo que necesitamos”, dijo Vásquez, hablando a través de un intérprete mixteco en un centro comunitario en Watsonville mientras su hijo de nueve años y su hija de dos años jugaban en un patio a unos metros de distancia.
Antes de ser desplazados por la inundación, muchos trabajadores agrícolas en Pájaro se vieron desplazados en México por las reformas de libre mercado que cambiaron drásticamente su forma de vida.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte de 1993 bajó tanto los precios del maíz y de otros cultivos que los pequeños productores ya no podían cultivarlos. Por la misma época, México eliminó los subsidios agrícolas. Las comunidades indígenas ya no podían depender de la agricultura de subsistencia ni de los cultivos comerciales para mantenerse.
La tasa de pobreza de las poblaciones indígenas de México es ahora casi dos veces más alta que la de las personas no indígenas. Se encuentran entre las poblaciones más marginadas de México, un legado del colonialismo español que destrozó las culturas, sociedades y economías indígenas y de la discriminación moderna que conduce a niveles educativos más bajos, menos oportunidades laborales y acceso limitado a servicios de salud y financieros.
Los inmigrantes que sueñan con dejar atrás la pobreza y la discriminación cuando llegan a Estados Unidos se encuentran con las mismas fuerzas en acción, profundizadas por la falta de estatus migratorio y por leyes federales que excluyen a los trabajadores agrícolas de protecciones laborales. Entre las más antiguas está la Ley Nacional de Relaciones del Trabajo de 1935, supuestamente promulgada para proteger los cultivos de las huelgas durante las cosechas.
Los mexicanos indígenas, que ahora representan el segmento de más rápido crecimiento entre los trabajadores agrícolas de California, tienen más probabilidades de ocupar los puestos más bajos en el mercado laboral agrícola, realizando tareas más arduas y peor pagadas, como cosechar fresas. Cuando reciben pagos más altos, suele ser porque trabajaron más rápido, en peores condiciones y a destajo, según un estudio de trabajadores agrícolas indígenas. Aun así, la mayoría gana entre 85 y 100 dólares al día solamente, y esto tiene que alcanzarles para mantener a sus familias en los meses fuera de temporada de cosecha.
Muchos terminan viviendo en pueblos que históricamente han sido descuidados, como Pájaro.
La forma en que los desastres naturales afectan a comunidades como Pájaro no tiene nada de natural, dijo Méndez. Las decisiones políticas y legislativas han privado deliberadamente a las comunidades más marginadas y estigmatizadas, como las de inmigrantes indocumentados y trabajadores agrícolas, de recursos fundamentales en infraestructura, financiamiento y preparación para desastres.
Durante semanas tras el paso de las inundaciones en Pájaro, enormes montículos de escombros malolientes y cubiertos de barro bordeaban casi todas las calles. Electrodomésticos y muebles que costaron los ahorros de muchos años, entre ellos sofás, colchones, refrigeradores y estufas, yacían en ruinas al lado de las bicicletas y los peluches de niños, fotografías familiares y otras pertenencias preciadas.
Los trabajadores indocumentados ya saben lo que es el miedo a que sus vidas sean destruidas en un instante por La Migra, que temen que aparezca en cualquier momento, después de un largo día de trabajo en el campo. Y por más que se hayan limpiado los escombros, el desastre solo ha profundizado la precariedad en la que viven estos trabajadores, en las sombras y sin una red de protección.
Cuando Vásquez abandonó su remoto pueblo en Oaxaca, no sabía que la política de inmigración estadounidense penaliza a los trabajadores indocumentados. No sabía nada del riesgo de inundaciones en Pájaro, ni de los planes del gobierno para proteger la zona que habían languidecido durante décadas, cuando salió corriendo de su casa con su familia esa aterradora noche de marzo. Tampoco tenía idea de que su vida daría un vuelco cuando se unió a la multitud de evacuados desconcertados en las dos carreteras fuera de la ciudad.
Vásquez condujo con su familia unos 20 minutos hacia el sur para hospedarse con su hermano en el valle de Salinas. Cuando despertó al día siguiente, se enteró de que todo el pueblo de Pájaro estaba bajo el agua. El agua estancada, el barro, el moho y los escombros habían arruinado cientos de edificios, incluyendo la casa que alquilaba con su familia.
Vásquez salió tan apresurado para escapar del agua que se avecinaba que no tuvo tiempo de recoger las pertenencias de su familia. “Lo perdimos todo”, dijo con una voz apagada.
Esenciales pero ilegales
En febrero de 1998, una serie de tormentas vinculadas con el fenómeno de El Niño impulsaron aguas templadas hacia la costa oeste, lo cual provocó intensas inundaciones en el condado de Monterey y obligó a toda la ciudad de Pájaro a evacuar. Veintitrés años después, se formó la Agencia Regional de Gestión de Inundaciones del Pájaro, integrada por la ciudad de Watsonville, los condados de Santa Cruz y Monterey y las agencias de aguas, para reducir el riesgo de inundación en la zona. Antes del desastre más reciente, un proyecto de 400 millones de dólares para reforzar la protección contra inundaciones en Pájaro y Watsonville estaba programado para 2025. Ahora, los funcionarios tienen planificado comenzar la construcción en el verano de 2024.
El nivel de necesidad en Pájaro abrumó a los gobiernos locales, que se apresuraron por ayudar a los residentes con problemas económicos. El condado de Monterey administró un refugio de emergencia en el área de ferias del condado de Santa Cruz, en Watsonville, que llegó a albergar a más de 500 personas que no tenían adónde ir. El condado cerró el refugio a mediados de mayo y ofreció un número limitado de vales de hotel a través de un programa que finalizará el 30 de julio.
El portavoz del condado de Monterey, Nicholas Pasculli, dijo que menos de 30 personas viven en hoteles actualmente. Confía en que cualquiera que todavía necesite vivienda la encontrará antes de que finalice el programa. “No vamos a abandonar a la gente”, dijo.
El condado brinda servicios a todos los residentes independientemente de su estatus migratorio, dijo Pasculli. Agregó que hubo “un esfuerzo hercúleo” para informar a los residentes de Pájaro sobre los recursos disponibles, dirigido por organizaciones comunitarias asociadas con el condado.
Pero las organizaciones sin fines de lucro que ayudan a los inmigrantes no están equipadas para dar asistencia en casos de desastres, dijo Méndez. Ya sobreexigidas durante la pandemia de Covid, se les pide ahora a estas organizaciones, con recursos insuficientes, que hagan todo este trabajo adicional con pocos fondos, dijo.
En consecuencia, muchas personas, como Vásquez, nunca se enteraron del refugio o del programa de hoteles.
“Acabamos de salir de la casa y estamos deambulando”, dijo Vásquez con un tono casual, las manos cruzadas sobre sus jeans. “No hemos hecho nada en cuanto a buscar recursos porque no hablamos muy bien español. La barrera idiomática es grande, y realmente no sabemos dónde pedir ayuda”.
Cuando los funcionarios federales designaron a los trabajadores agrícolas “trabajadores esenciales” cerca del comienzo de la pandemia, extendieron beneficios de salud y seguridad limitados a los trabajadores indocumentados. Como resultado, los trabajadores agrícolas tuvieron la segunda tasa de mortalidad por Covid-19 más alta en California, y el riesgo más alto fue entre inmigrantes indocumentados.
Estos trabajadores todavía no tienen acceso al seguro de desempleo del gobierno, ni a los programas de asistencia financiera por desastres naturales, entre otros beneficios importantes para lograr estabilidad económica.
Más de 2.000 residentes del condado de Monterey se registraron para recibir asistencia de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus sigla en inglés), que hasta ahora ha aprobado cerca de 4 millones de dólares, dijo Pasculli. La agencia sólo proporciona datos a nivel del condado, y por lo tanto no está claro cuánto dinero recibieron los residentes de Pájaro.
Los inmigrantes indocumentados son elegibles para asistencia de FEMA sólo si un niño u otro miembro de la familia es ciudadano. La hija de Vásquez nació en Estados Unidos, y un amigo le dijo que podía solicitar ayuda en Pájaro Park, donde FEMA estaba administrando un centro de recuperación. Fue al parque para ver si podía conseguir ayuda para pagar una habitación de hotel a principios de mayo. Alguien ingresó su información en una computadora y le aseguró que recibiría respuesta en dos días. “Nunca nos llamaron”, dijo Vásquez, visiblemente frustrado, pero sin una gota de enojo en su voz.
Les cuesta mucho llegar a fin de mes en el condado de Monterey, donde el costo de vida es 37 por ciento más alto que el promedio nacional. “Vivimos en uno de los condados más caros del país”, dijo Eloy Ortiz, encargado de proyectos especiales en Regeneración – Pajaro Valley Climate Action. “Y los empleados agrícolas se encuentran entre los peor pagados aunque hacen el trabajo más duro”.
Los trabajadores agrícolas ganan un promedio de 35.200 de dólares al año en el condado de Monterey, según datos de la Oficina de Estadísticas Laborales. Pero es probable que estas estadísticas no incluyan a muchos trabajadores indocumentados, que suelen ganar menos y, como muchos trabajadores agrícolas, son víctimas comunes del robo de salarios. Vásquez dijo que él y su esposa ganan sólo alrededor de 21.000 de dólares al año cada uno recogiendo fresas, cuando hay trabajo de tiempo completo durante la temporada de cosecha.
En marzo, después de recorrer la zona de Pájaro, el gobernador de California Gavin Newsom prometió liberar fondos para los trabajadores indocumentados. Finalmente, en junio, el Departamento de Servicios Sociales del estado anunció que distribuiría 95 millones de dólares entre las personas que no pueden acceder a la asistencia federal. Hasta ahora, se han asignado 6,2 millones de dólares al condado de Monterey y 5,1 millones de dólares a Santa Cruz a través del Proyecto de Asistencia por Tormentas para Inmigrantes, según un portavoz del departamento.
“Francamente, me siento muy frustrada cuando escucho todas estas supuestas buenas noticias, porque no estoy viendo nada de eso en la realidad”, dijo Ann López, directora ejecutiva del Centro para Familias de Trabajadores Agrícolas (Center for Farmworker Families), una organización sin fines de lucro. “Recibimos llamadas todo el tiempo de trabajadores agrícolas pidiendo tarjetas prepagas de Target para comprar comida y preguntando si podrán hospedarse en el hotel”.
López dijo que unas 1.500 familias necesitan al menos 25 millones de dólares para salir adelante. Los pequeños agricultores de la región, dijo, necesitan otros 5 millones de dólares para permanecer en el negocio y que sus equipos puedan volver a trabajar.
Las inundaciones arruinaron casi 810 hectáreas de campos de fresas, el principal cultivo del condado de Monterey, con un valor de más de 968 millones de dólares, y una importante fuente de empleo para los trabajadores agrícolas.
Las tormentas de enero destruyeron casi tres hectáreas de cultivos de fresas en JSM Organics, el campo orgánico de 81 hectáreas de Javier Zamora, ubicado a unos pocos kilómetros al sur de Pájaro. El arroyo que corre a lo largo de sus campos creció por más de un metro a principios de enero, dejando las fresas bajo el agua durante un mes. Zamora, que siente tanta pasión por la agricultura sostenible como por sus trabajadores, estima que perdió unos 150.000 de dólares.
Zamora lamentaba no tener trabajo para sus empleados por un mes y medio. Sus clientes le adelantaron 87.000 de dólares, lo cual ayudó. “¿Pero en cuanto al dinero del gobierno?” dijo. “Hasta ahora, nada”.
Vásquez y su esposa no encontraron trabajo en los campos de fresas hasta mediados de mayo. Incluso en ese momento, la joven pareja trabajó muchas menos horas de lo que acostumbraban.
Pero nadie está haciendo seguimiento del impacto de las inundaciones en los empleos de los trabajadores agrícolas.
La tasa de desempleo del condado fue del 6,3 por ciento en mayo en comparación con el 4,7 por ciento del pasado mes de mayo, según un análisis reciente del Departamento del Desarrollo del Empleo (EDD, por sus siglas en inglés). Pero es probable que las tasas sean mucho más altas para los trabajadores agrícolas, ya que las cifras se derivan en parte de datos de seguro de desempleo, que excluyen a los trabajadores indocumentados.
California acaba de aprobar un presupuesto que destina 20 millones de dólares al condado de Monterey para ayudar a las personas afectadas por la inundación, independientemente de su estatus migratorio. Pero es probable que la distribución de estos fondos requiera meses de evaluaciones, y aún más tiempo para alcanzar a los trabajadores de habla indígena. Para ese entonces, muchos trabajadores se habrán ido a buscar empleo a otros lugares, dicen los defensores.
“Esto es lo que llamamos desplazamiento climático, y en California son los trabajadores agrícolas los que están siendo desplazados”, dijo Faulstich. “Al no tener trabajo, las personas no tienen dinero para gastar, y por lo tanto los pequeños negocios están sufriendo”.
Los impactos del cambio climático desestabilizan todo, dijo. “Y realmente no estamos preparados”.
Arriesgando todo por una vida mejor
Elena Mendoza, una mujer tímida de voz suave de un pueblo mixteco en el sur de México y madre de siete hijos, vive al norte del río Pájaro en Watsonville y logró eludir los daños que causaron las inundaciones. Pero al igual que tantos otros trabajadores agrícolas de la región, le costó encontrar trabajo y pagar su alquiler después de que las tormentas arrasaron con cientos de hectáreas de campos en la región.
Mendoza, que pidió no usar su nombre real porque es indocumentada, dijo, hablando a través de un intérprete mixteco, que perdió meses de trabajo. Le preocupa que si se atrasa demasiado con el alquiler perderá la casa que comparte con su marido y sus hijos.
Muchos trabajadores agrícolas indígenas tienen sólo unos pocos años de educación primaria. Mendoza llegó hasta sexto grado, pero le ha resultado agobiante entender el criterio de elegibilidad para la asistencia por desastres. Los sitios del condado y el estado ofrecen recursos en mixteco, pero ni Mendoza ni Vásquez lo sabían. Un amigo le habló a Mendoza de organizaciones locales que estaban distribuyendo alimentos y suministros básicos cada mes a familias afectadas por las inundaciones, lo cual ha sido una gran ayuda.
Pero si Mendoza no puede pagar el alquiler, le resultará muy difícil encontrar un nuevo lugar donde vivir.
Hay una urgente necesidad de viviendas asequibles para los trabajadores agrícolas en los valles de Pájaro y Salinas. Casi el 90 por ciento de los 91.000 trabajadores agrícolas de la región viven en condiciones de hacinamiento severas, y una cuarta parte duerme en una habitación con tres o más personas, según un informe del Centro Laboral de la Universidad de California, Merced.
Aunque muchos agricultores de la región dijeron, en un estudio de 2018, que había una escasez de mano de obra, la mayoría de ellos no relacionaba la dificultad de encontrar trabajadores con la crisis de vivienda. Pero la falta de viviendas seguras y asequibles es tan grave que hace poco el condado encontró más de 60 familias, muchas de ellas indígenas, pagando hasta 2.500 dólares al mes para vivir en invernaderos reconvertidos al sur de Pájaro. Estos espacios carecían de ventilación, ventanas operables, calefacción, detectores de humo, plomería adecuada, baños o cocinas.
El condado clausuró la operación fraudulenta, pero esas condiciones de vida son comunes en el valle de Pájaro, dicen los defensores de los trabajadores agrícolas.
Mendoza, una mujer delgada de 35 años con un rostro amplio y ojos almendrados que irradian calidez y optimismo, no sabía qué esperar cuando dejó su pueblo rural y montañoso de Oaxaca, hace unos 20 años, en busca de una vida mejor.
Viene de una región de Oaxaca diferente a la de los Vásquez. Pero como casi todas las personas indígenas mexicanas, enfrentaba desafíos parecidos. Sus padres cultivaban frijoles, calabazas y maíz siguiendo las antiguas prácticas de cultivo intercalado de milpa que aumentan la diversidad de los polinizadores, mejoran la salud de la tierra y aportan otros beneficios ambientales. Pero sus padres, como la mayoría de la gente en su pequeño pueblo, cultivaban solo lo necesario para su familia. No tenían dinero para comprar otros alimentos o productos de primera necesidad en la región, donde casi 1 de cada 4 personas vive en la pobreza extrema.
Mendoza, vestida con una sudadera gris con la palabra California, era apenas una adolescente cuando se fue de su casa con la esperanza de encontrar trabajo en Estados Unidos para ayudar a sus padres. No estaba segura de si volvería a verlos. Simplemente sabía que tenía que tratar de apoyarlos, dijo, mientras colocaba la capucha de su sudadera sobre su pelo largo y oscuro nerviosamente.
Mendoza y su hermano tomaron un bus cerca de su casa en San Martín Peras y viajaron tres días hasta el pueblo de Altar en pleno desierto, la última parada para los migrantes en camino a Estados Unidos. Su hermano encontró un “coyote”, un guía que dijo que podía ayudarlos a cruzar la frontera de contrabando por 2.000 dólares cada uno, unos 3.300 dólares actuales. El coyote les dijo que compraran tanta comida y agua como pudieran cargar.
Luego caminaron durante tres noches, cuando las temperaturas descendían por debajo de los cero grados, sin ninguna protección contra el frío o la lluvia que parecía interminable. Descansaban durante el día para pasar inadvertidos. Fue entonces que Mendoza vio las serpientes. Y se dio cuenta, horrorizada, de que el pelo y los huesos que sobresalían de la tierra polvorienta eran los restos de un ser humano.
Cientos de personas mueren cada año intentando cruzar la frontera, desesperadas por encontrar trabajo. La gran mayoría vienen de México.
Mendoza y su hermano lograron llegar a Arizona, ella no sabe exactamente a dónde. El último día, la Patrulla Fronteriza los detuvo y los deportó. Regresaron a Altar para intentar el cruce de nuevo, pero su hermano se quedó atrás, cojeando por las ampollas que le habían aparecido en los pies. Mendoza, asustada pero decidida, encontró otro coyote.
Cuando llegó a la frontera, el coyote la dirigió a una camioneta que la esperaba. Tenía ventanas oscuras y no tenía asientos para poder acomodar a la mayor cantidad de gente posible. Mendoza se ubicó entre la masa de cuerpos, esperando lo mejor.
Esta vez lo logró.
Mendoza llegó a la casa de su primo en Oxnard, al norte de Los Ángeles, una región productora de fresas importante con una comunidad indígena mexicana floreciente.
Buscó trabajo en los campos de fresas, pero todos le decían que era demasiado joven. Entonces decidió probar suerte en Salinas, donde, según le habían dicho, también se cultivaban fresas. Fue a un campo y le pidió trabajo al supervisor, quien le contestó que fuera a estudiar. Desesperada por conseguir dinero para pagar sus alimentos y alquiler, lo siguió todo el día, rogando para que le dé trabajo. Finalmente, cedió.
Ahora, 20 años después, está casi igual de desesperada por encontrar empleo.
Mendoza nunca intentó regresar a su pueblo, porque no soportaba hacer el cruce de la frontera de nuevo. Ahora vive con el dolor de no haber visto a su madre antes de que muriera, hace cuatro años.
Mendoza no quería hablar sobre su miedo a La Migra, dijo, llevándose la mano a los labios como si intentara atrapar las palabras. Pero opina que las personas que arriesgan sus vidas cruzando el desierto, con la esperanza de encontrar trabajo para apoyar a sus familias, deberían poder trabajar en Estados Unidos de forma legal. Y piensa que los impuestos que deducen de su sueldo quizás podrían destinarse a un fondo para ayudar a los trabajadores agrícolas cuando no puedan encontrar empleo.
Todavía esperando ayuda
Vásquez y su familia no han podido regresar a su casa desde que la inundación la volvió inhabitable. Se hospedaron con el hermano de Vásquez en el valle de Salinas durante unos días y luego condujeron de regreso al norte para quedarse con otro hermano, que vive en un apartamento de un dormitorio en Watsonville. Vásquez y su esposa duermen en la sala y sus hijos se amontonan en el dormitorio con su hermano.
Si fuera por su hermano, Vásquez y su familia podrían quedarse todo el tiempo que necesitaran. Pero el encargado del apartamento prohíbe las visitas nocturnas. “Ni siquiera podemos permitir que nuestros hijos lloren”, dijo Vásquez. “Si lloran, tenemos que distraerlos para que no se enteren, porque tememos que nos echen”.
Así que Vásquez y su familia han estado yendo y viniendo entre las casas de sus hermanos durante meses, mientras esperan que la propietaria, Evelia Martínez, repare su apartamento de un dormitorio.
Martínez, una madre de cinco hijos, incluyendo una sobrina que considera como su hija, solicitó ayuda de FEMA para reparar la casa de los Vásquez. Pero descubrió que las propiedades de alquiler no califican para esta asistencia. Finalmente obtuvo un préstamo, pero reconstruir las paredes y los pisos y reemplazar todos los muebles y electrodomésticos destrozados llevará tiempo.
Martínez, que trabaja como voluntaria en la escuela de su hijo de nueve años, perdió su propia casa en una zona rural de Watsonville después de que las tormentas derribaran líneas eléctricas. Martínez, su esposo y tres de sus hijos están hacinados en la casa de su hermana en el centro de Watsonville.
Ella es una mujer pequeña con cabello castaño rizado que se describe como una persona optimista, con una actitud positiva. “Pero cuando Pájaro se inundó, quedé destrozada”, dijo.
Perder su propia vivienda y el pequeño ingreso que obtenía del alquiler, y ver a los Vásquez, “una gran familia”, sin un lugar donde vivir, era más de lo que podía soportar.
Le transmite a Vásquez la información que puede en español, pero no está segura de cuánto entiende. Se sintió pésimo cuando Vásquez le preguntó si podían quedarse en el cobertizo de almacenaje de herramientas que está al lado de la casa hasta que terminaran las reparaciones, y ella tuvo que decirles que no. No podía permitir que vivieran con sus niños en una casilla sin calefacción, ventanas ni plomería. Vásquez ha estado usando el espacio para almacenar las pocas cosas que pudo rescatar de los gabinetes que estaban por encima del daño del agua.
Pero a medida que pasan los meses y sigue sin su propia vivienda, el estrés de esconderse del encargado en la casa de su hermano y el temor a La Migra pesan mucho en su mente. Si pudiera, dijo Vásquez, le pediría a los funcionarios que consigan la ayuda que su familia necesita, y permisos para poder trabajar aquí legalmente. Le parece justo, dado el duro trabajo que hacen él y su esposa.
Mientras tanto, los defensores de los trabajadores agrícolas temen que otro desastre esté a la vuelta de la esquina, ahora que el fenómeno de El Niño ya está oficialmente aquí. El patrón climático eleva la temperatura del océano Pacífico y puede provocar fuertes lluvias.
La reconstrucción del dique no estará terminada hasta dentro de nueve años, dijo Ortiz, de Regeneración – Pajaro Valley Climate Action. “¿Cuál es el plan si esto vuelve a suceder el año que viene, o incluso dentro de dos o tres años?”
La industria agrícola depende de la gente de Pájaro y otros pueblos marginados para mantener bajos los precios de los alimentos, dijo Ortiz. La gente ya ha abandonado la región en busca de trabajo o vivienda. “Sin protecciones para la gente”, dijo, “¿qué pasará si todos los trabajadores agrícolas se van?”
Esta nota fue financiada por el 2023 California Health Equity Impact Fund, un fondo del Centro Annenberg para el Periodismo de la Salud de la Universidad del Sur de California.
This article was translated to Spanish by Valentina Di Liscia. (@dilisciavalen)
Esta nota fue traducida al español por Valentina Di Liscia.